En el último mes participé en varios eventos poéticos (dos fechas de "Vientos Contrarios", ciclo en el cual ahora también participo en la coordinación, el ciclo "Bendita Erato" y "Reunión de Voces") y he sufrido una especie de "sobredosis" de poesía, de poesía leída en voz alta / recitada / declamada / actuada / llorada, según el caso.
Esta sobredosis no ha operado aún, creo, efectos benéficos, aunque tampoco perniciosos. Mejor dicho, quizá el efecto benéfico ha sido comprobar que un poema debe sostenerse tanto en la lectura en voz alta como también (y quizá primordialmente) en el papel, en la lectura silenciosa y recogida del otro. Uno, como poeta, puede declamarlo, actuarlo, ponerle entonaciones dignas de Oscar Casco y hasta cantarlo con la voz sensual y mimosa de Orleya si quiere, pero si después ese mismo poema no se banca la lectura silenciosa, es decir, si en el papel no dice nada, no tendrá ningún sentido tanto andamiaje oral en vano. Por mi parte, procuro que esto no me suceda, pero no sé si lo he logrado.
Lo que sí he notado es que, ¡nuevamente!, mi gusto poético choca con el de la mayoría. En el encuentro de poetas "Reunión de Voces" se realizó un mini certamen entre los asistentes y un jurado especial eligió a 9 finalistas, entre quienes los escritores acreditados debíamos elegir al ganador. Pues bien: de los 9 elegidos, en mi opinión sólo dos tenían el suficiente vuelo poético, calidad y originalidad como para merecer una distinción y entre ellos dos uno realmente (Jonatan Márquez) merecía llevarse, insisto, en mi opinión, todas las palmas posibles, no sólo por sus excelentes poemas sino por su juventud (si con apenas 20 años, o quizás menos, escribe así, le auguro un gran porvenir). El resto de los finalistas no hacía más que repetir distintas fórmulas ya gastadas de tan usadas, caer en los típicos, previsibles, aburridos y remanidos lugares comunes en los que caen los poetas en ciernes, en formación e incluso los más avezados (pero aunque así sea se tiene al menos la esperanza de que los más avezados se den cuenta y corrijan rápidamente el rumbo) y previsiblemente también, no fue Márquez el ganador (aunque obtuvo, a Dios gracias, el segundo lugar). Quien ganó fue un poeta ecuatoriano dueño de una verborrágica cultalatiniparla, muy oscura y muy hermética donde alguna que otra metáfora interesante se perdía en un mar de palabras rimbombantes, exculcadas de los más profundos abismos del diccionario de la Real Academia Española.
¿Y eso es poesía? me pregunto yo con un dejo de tristeza. ¿Una suma de palabras, palabrejas, palabros y palabrotas -no por su carácter de exabruptos sino por su temible desuso? ¿Una maraña de versos incomprensibles, donde lo que finalmente queda es nada? ¿Eso merece ganar y no merece ganar una verdadera voz joven, original, diferente, con poemas de esos a los que uno no puede permanecer indiferente porque con su sencillez, su lucidez, su música y calidad nos dicen algo? ¿No merece ganar aquel que con apenas veinte años ya pisa firme en el resbaloso terreno de la poesía? Y aclaro que no me desagradan los palabros y los términos desusados en un poema. Todo lo contrario. Uso mucho de ellos. Pero procuro que sea en una medida apropiada y que tengan un peso específico y necesario para el poema. De nada sirve amontonar palabras, por más hermosas que suenen o más raras que sean, si lo que se va a terminar diciendo es nada. Un poema siempre dice algo, siempre nos dice, nos recuerda que no somos máquinas entrenadas para trabajar, comer y dormir sino que somos seres humanos y estamos para cosas mucho más elevadas y trascendentes en este mundo. Un poema, por último, es un organismo vivo, no un Frankestein mutilado de palabras rejuntadas aquí y allá.
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