29 de julio de 2009

Contra los catadores de lo simple

Todavía sigo encontrando gente para quien es más importante qué se dice que cómo se dice. Es increíble pero aún persiste ese tipo de pensamiento, ya sea entre gente que escribe o entre gente a la que simplemente le gusta leer y no tiene ninguna otra pretensión artística. Por lo general, es la misma gente que adora a Benedetti y a otros sujetos por el estilo, esos poetas de la claridad prosaica, de la transparencia más anodina, de la "objetividad" copiada del discurso rimbombante de los noticieros. Debe ser, seguramente, un empeño vano hacerle entender a esta gente que la literatura es justamente todo lo contrario: la literatura es opaca de por sí, es similar a una bruma, una niebla, que deja entrever algunas formas y esconde otras; nunca pone todo en la superficie, nunca deja todo al descubierto. Pero, claro, cómo hacerle entender a un degustador de la falsa sencillez que eso no es lo que desde hace unos dos mil años (sólo para limitarnos a la nomenclatura occidental y cristiana del tiempo) se entiende por "literatura", o, en el caso que me obsede, "poesía".
Igual que los poeñoños, los catadores de lo simple protestan cuando un poema se las pone complicada, cuando "no se entiende lo que quiere decir", cuando "no está claro". ¿Pensaron estas personas que la poesía no es para ser "entendida" como se entiende un problema matemático? ¿Se detuvieron a pensar que la poesía es más bien para ser pensada como un dilema filosófico? ¿Se pusieron a investigar alguna vez las poderosas raíces que enlazan, como vasos comunicantes subterráneos, a la filosofía y la poesía? Seguramente no.
La poesía es, ante todo, un modo de estar en el mundo. Y frente a aquellos que reclaman la acción por parte del poeta (como si su hacer poético no fuera suficiente), sería bueno oponer la raíz etimológica de donde deriva todo esto: el verbo griego 'poieo' significa, primeramente, "hacer". Por tanto, el poeta está haciendo aunque no salga con un fusil a matar a los opresores, como muchos aún le reclaman, en pleno siglo XXI. Y frente a otros tantos que pugnan por una "literatura solidaria", como tuve el horror de leer no hace mucho en un foro poético, sería también interesante oponerles otra incontrastable verdad: no hay "solidaridad" alguna en el acto literario, más aún, en el acto artístico. El arte es gratuito, es inútil, no tiene que venir teñido de segundas, terceras o cuartas intenciones, el arte simplemente es y menos que menos tiene que venir a cumplir las funciones del estado o de quien fuera. El arte está ahí para avisarnos que el mundo no es como lo vemos a diario y por esa sola tarea ya está dispensado de hacer nada más. No necesita ser "solidario" ni "combativo" ni "revolucionario" ni ninguna otra cosa por el estilo, porque en su misma raíz, en su misma definición está presente la subversión del orden conocido y establecido.
Pero, claro. Vaya usted a decirle todo esto a alguien convencido de que no importa cómo se dicen las cosas (precisamente aquello que diferencia lo artístico de todo lo que no lo es), a alguien que todavía cree en la revolución, en el cambio y en otras ramas de la literatura fantástica. El cambio sobrevendrá cuando los "clarificadores" dejen de seguir reproduciendo la vida "tal cual es" en su prístinos y ñoños textos y comiencen a mostrar justamente aquello que no queremos ver, las heridas, las feas cicatrices, los momentos verdaderamente horrendos, las zozobras ínsitas del alma, los escozores, los temores, las tragedias auténticas, todo lo que el humano ser se especializa en barrer debajo de la alfombra. Es precisamente el arte, en todas sus formas, el que viene a desenmascarar todo eso, y lo desenmascara, vaya paradoja, con belleza, con erudición, con profundidad, con una cosmovisión detrás, no con palabritas adecuadas para los oídos de los bienpensantes y de las señoras gordas que todavía creen que la realidad es lo que pasa en la tele.