¿Es lícito emocionarse ante la propia poesía? ¿Está bien, está bueno, así debe ser?
¿Es porque se logró, entonces, rescatar la esencia de la emoción y transformarla en un acto poético que se desenvuelve de nuevo hacia el otro, que en este caso es uno mismo, que vivió y padeció y sabe de esa particular emoción?
Pero ¿y los otros? ¿Se emocionarán también?
Mi diablillo rebelde me susurra ¡y qué te importa lo que les pase a los demás con tu poesía! Pero yo sé que importa: de otro modo, nada de esto tendría sentido. No se escribe para uno aunque uno sea el origen de toda escritura. Siempre somos uno. Los demás son un espejismo que creamos nosotros mismos. Existen sin nuestra intervención, sienten, viven, se desenvuelven lo queramos o no. Están en un más allá imposible de alcanzar y debemos conformarnos con rozarlos, a veces, con la pálida excusa del amor. Pero lo cierto es que solos nacemos, solos vivimos, solos moriremos.
Por eso vuelvo a mi pregunta inicial: ¿es lícito emocionarse ante la propia poesía como si fuera ajena?