6 de abril de 2009

Esplendor

¿Cuántas palabras -en promedio- usará un buen poeta a lo largo de su escritura poética? ¿Será mejor poeta cuantas más use? ¿Logrará mayor concisión y precisión cuantas más palabras de su propio idioma -y de otros- conozca? Apuesto a que sí. 
Los poeñoños no deben usar más de cien palabras promedio, como mucho, llevándose las palmas, desde luego, la palabra "azul", seguida de cerca, quizá, por la palabra "libertad" y otros sustantivos semejantes. Nuestro bellísimo e incomparable idioma castellano (y no "español", como dicen muchos por allí) consta de más de 280.000 palabras. Sí, han leído bien. Más de doscientas mil palabras están a nuestra entera y absoluta disposición a la hora de escribir poesía. 
Leo aquí que

"Se calcula que el español medio en su vida cotidiana utiliza unas 300 palabras; 500, si es culto, aunque conozca muchas más. Un novelista bueno utiliza 3.000. Cervantes usó 8.000. El Diccionario de la Lengua Española contiene unas 283.000 palabras. El Diccionario Esencial de la Lengua Española —que salió hace dos años e incluye sólo los términos que son comunes a todos los países— tiene 50.000. En el Diccionario del Estudiante hay 30.000. Y en el llamado banco del español hay archivadas cerca de un millón y medio de palabras y frases. Con ese registro general de los vocablos en español desde el año 1500 hasta ahora se confeccionará el Diccionario Histórico de la Lengua Española, cuya elaboración llevará unos 20 años. Todas las palabras estarán allí." 

¿No es fascinante saber que hay tamaña cantidad de palabras a nuestra disposición? ¿Que el mundo puede ser nombrado y renombrado una y otra vez, a nuestro entero gusto? ¿No es esta una reafirmación de que la poesía es adánica -también edénica-, de que funda y refunda el mundo cada vez? ¿No es un llamado a la praxis poética inmediata? ¿No es un grito que nos pide que nos pongamos a poemar ya mismo y que nos dejemos de las rimitas usuales y los versitos aburridos y los poemitas llenos de imágenes insulsas, sosas, vistas ya un millón de veces? ¿Qué excusa puede haber para seguir diciendo siempre lo mismo de la misma manera después de saber que hay más de doscientas mil palabras a nuestra disposición? 
Piensen en todos esos colores que aún no hemos usado para dar el matiz exacto de un amanecer o de un ocaso (lila, malvarrosa, magenta, ocre, opalino, carmesí, bermellón, calipso...). Piensen en todas las armas blancas y de fuego que aún no hemos utilizado en nuestros poemas para abrir definitivamente un tajo allí donde sea necesario (faca, facón, cimitarra, sevillana, kriss, culebrina, bombarda, pistoleta, máuser...). Piensen en todas esas plantas y en todos esos árboles que aún no hemos regado en nuestros poemas (maple, chopo, secoya, ciruelo, nogal...).
Las palabras están ahí y no se mueven. Tampoco se mueren porque caigan en desuso o ya nadie las pronuncie. Si un poeta las usa, todo su esplendor se renueva en ese preciso instante. Y si el lector bufa porque tiene que ir al diccionario para saber qué significa, que no se queje. Los diccionarios nunca hicieron daño a nadie. No son un cementerio ni una mera colección. Son, como querían los griegos, un tesoro viviente encerrado entre dos tapas felizmente rebatibles.