No siempre son los poetas los que dan en la tecla. A veces, hombres que, según creemos, no escribieron ni un solo verso son los que dicen aquello que mejor se aplica a la hora de hacer poesía. No es desconocida mi absoluta admiración y fascinación con Roberto Arlt. Ya he escrito sobre él (aquí y aquí) y me propongo seguir haciéndolo. Pero hoy me sorprendió una vez más, como sólo los genios pueden hacerlo. Y si bien lo que dice puede aplicarse a muchas cosas, creo que en el caso de la poesía es crucial. De hecho, los poetas haríamos bien en encolumnarnos detrás de una proclama como la que sigue, en vez de seguir perdiendo el tiempo con reclamos y paparruchas pseudosociales o pseudoprogres que no vienen al caso:
¡GUERRA AL LUGAR COMÚN!
Así es. La poesía tendría que ser el reino donde el lugar común no tiene, precisamente, lugar. O, si lo tuviera, sería un lugar muy acotado, preciso y ajustado: una vez cada tantos versos, o bien sólo en aquel poema que realmente necesite decir alguna perogrullez. En lo posible, sería de desear que el lugar común, ese fósil lingüístico del que nada puede extraerse ya a menos que se lo retuerza por completo, ni siquiera roce la poesía. No porque ésta sea un reducto "inmaculado" o "sacro", si no porque el lugar común atenta contra sus principios más básicos, contra la propia transgresión que es, que debe ser, que yo pienso que es la poesía (y el arte en general, desde luego).
Donde no hay transgresión, hay conformismo. Donde hay conformismo, hay, con seguridad, una sarta de lugares comunes que algunos trasnochados todavía piensan que es "poesía" o algo que se le parece bastante. Pero no quiero extenderme demasiado en declaraciones polémicas y flamígeras: pretendo que sea un maestro, un genio, el que hable por mí. Tras leer -y comprender en su sentido más profundo y cabal- lo que Arlt quiere decir en los párrafos que siguen se sabrá entonces por qué me produce tanto encono el lugar común y por qué trato, siempre, de combatirlo, especialmente cuando veo asomar su horrible cabeza en mi poesía. El lugar común es la muerte de todo arte, su mayor derrota, su más triste defección.
Dijo Roberto Arlt en el aguafuerte "Necesidad de un 'Diccionario de lugares comunes'" (15 de septiembre de 1941) lo siguiente:
"Para nuestro hombre, el lugar común es una especie de lenguaje convencional, que le permite no decir un montón de cosas sin comprometerse a nada personalmente. Más aún, le diría que en ningún momento histórico se apeló con más insistencia al lugar común que en nuestros días. Casi podría afirmarse que la base de nuestra civilización de clases es el lugar común. Fíjese que esto es tan verdadero, que no existe una filología general, sino la filología de un idioma determinado. Si nosotros empezamos a estudiar lexicografía de los idiomas modernos y a componer una estadística de los vocablos de uso social más común, comprobaremos con asombro que las palabras más empleadas por los hombres en las situaciones serias, son las palabras que analizadas científicamente hoy, ya no expresan nada.
(...)
Cuando un hombre habla el idioma de su pasión, de su desorden, de su odio o de su iniquidad, involuntariamente hace estilo. Cuando un hombre hace estilo, agravia, también involuntariamente, la falta de estilo de otros hombres. ¿Por qué el estilo es un agravio? Porque debajo del léxico, como decía usted, se encuentra un determinado edificio espiritual o psicológico. La mayoría de los hombres llevan en su interior monstruosas arquitecturas de juicios, construidas con ladrillos amasados de barro de lugares comunes, y la grosera fábrica en la cual habitan intelectualmente, se les antoja lujoso palacio. Cuando otro hombre, cuyo idioma no está ensamblado de lugares comunes les expresa realidades espirituales o psicológicas diferentes a las que ellos están acostumbrados a reverenciar, se les antoja que están escuchando a un ladrador de injurias; y entonces, odian atrozmente al hombre que por no expresarse con frases hechas, ofende sus convicciones con la fortaleza del estilo."
Roberto Arlt, Aguafuertes porteñas: cultura y política.
Buenos Aires, Losada, 2003. Selección de Sylvia Saítta.