Tendría que estar escribiendo en Fauna Abisal puesto que hoy es jueves pero sobre la marcha, as ussual, he cambiado de opinión y aquí estoy. En rigor de verdad pensaba publicar esto mismo en Fauna pero a poco de comenzar a escribir mentalmente lo que a continuación transformaré en bytes me di cuenta de que éste era su lugar, que es el lugar de la poesía y del pensamiento.
Pensaba, pues, para qué se escribe. Y mi respuesta es para saber qué pienso. En esto me apoyo en una frase que siempre cito del poeta W. H. Auden: "¿Cómo voy a saber lo que pienso si antes no lo escribo?" (cito de memoria, el instituto real puede diferir del de la foto). Mi respuesta entonces es: escribo para saber qué me pasa, qué pasa con lo que me rodea, qué pasa con el mundo. Escribo porque no tengo las cosas claras ni resueltas (es la misma razón por la cual me psicoanalizo). Escribo para despejar la bruma que crece a nuestro alrededor incesantemente, bruma fabricada por la propia opacidad de las cosas, pero también por los designios de la "sociedad", la "cultura", los "medios" y la "civilización", entre otros creadores varios de brumas existenciales. Escribo para comprender por qué he actuado de un modo tal y no de un tal otro, por qué hice o dejé de hacer esto o aquello, por qué me arrepentí o no de algunas cosas, por qué di pasos que no quería dar y sí di aquellos que sabía que no tenía que dar. Escribo para aclarar, para despejar, para abrir un tajo en el cielo de la memoria y ver qué se cuela por allí.
Yo, la verdad, no tengo nada claro. Sobre todo en lo que se refiere a mi propia circunstancia. Menos aún, desde luego, con respecto a las circunstancias ajenas. Veo todo (tal como sucede con mi miopía) fuzzy. Las únicas dos o tres cosas que tengo más o menos claras son las que se vinculan a la escritura, a la literatura y su práctica en todas sus formas. Son las mismas que me permiten atreverme a escribir en estos lugares, a desplazarme por este mar de mediocridad y bajeza (con auspiciosos y novedosos picos de originalidad y creatividad, gracias a todos los dioses, también es justo reconocerlo) que es la web. Son las mismas cosas que me hacen pensar y reafirmar, y por eso este post correspondía que fuera escrito y publicado acá, que la escritura entendida como un acto literario y no como un acto meramente terapéutico, no es para hobbystas de fin de semana. Sobre todo la poesía, que es lo que aquí me compete.
La poesía, ese lujo inefable del hombre que puede sustraerse a todo para empezar a verlo como el niño que nunca ha dejado de ser, no es para escritores de cabotaje, para señoras que toman el té con masitas o para tangueros trasnochados que no saben hablar de otra cosa que del obelisco y de la minusa que se les fue. La poesía es algo más, es algo que trasciende la mera anécdota, el estúpido racconto de mis triviales estados de ánimo, la enésima pelea con el amor de mi vida o la enumeración caótica de cuanta cosa se me pasa por la cabeza ahora mismo. La poesía es un acto filosófico por el cual el sujeto puede llegar al autoconocimiento para luego compartirlo con sus semejantes. O, mejor, en palabras de Santiago Kovadloff:
"La poesía preserva una característica de la subjetividad: su carácter inconcluso. Ser sujeto es ser inconcluso, es no poder darse como completud, como un todo acabado, consumado. Y lo que la subjetividad tiene de inconcluso es lo que el individuo tiene de poético. En ese sentido, me parece que se escribe para sostener ante los ojos del lector la experiencia de una subjetividad que se niega a quedar inscripta en el territorio de lo enteramente discernible, en el territorio de lo acabado, de lo inequívoco. Existe una actitud cotidiana que tiende a instalar todo lo real en el campo de los significados, y acaso lo real exceda el campo de los significados; acaso lo real -como enseñan la filosofía, la teología y el psicoanálisis- es significante sin significado, si por significado entendemos lo que está completamente aclarado, lo que está completamente discernido. En tal línea de pensamiento, la poesía pone en escena, verbalmente hablando, la inviabilidad de esa experiencia de la subjetividad que pretende quedar encerrada exclusivamente en el campo del significado."
Es por eso que desde el taller al que concurro (y lo anterior fue extraído de uno de los reportajes de Hacer el verso) se combate, con todas las armas disponibles, al lugar común, la cursilería y la ramplonería. ¿De qué sirve un poema cuyo autor haya tenido la originalísima idea de afirmar en uno de sus versos que el cielo es azul? Todos sabemos que el cielo es azul y estamos más o menos de acuerdo con ello (incluso los daltónicos). No nos dice nada que no sepamos, porque basta con mirar hacia arriba para comprobarlo o, si no nos fuera posible hacer eso, recordar una foto, una película, un sueño... (¿pero en qué sueño un cielo va a ser azul? sólo en el de una persona sin la menor pizca de imaginación). No necesitamos que un poema nos venga a decir lo que ya sabemos. Necesitamos que nos revele aquello que aún no hemos descubierto, sea por nuestra propia impericia o porque aún no nos habíamos detenido a pensar en ello. Si en cambio el poema dijera que el cielo semejaba un matadero o que las nubes se desplazaban por él como majestuosos transatlánticos, ya habremos empezado con la maravillosa permutación poética, con la transformación, la comparación, la metáfora y todos los demás artilugios de que disponemos para mostrarles a los otros cómo nosotros, sujetos inacabados, confusos, hastiados, inconclusos, vemos las cosas y en ese, nuestro ver las cosas, otros podrán identificarse y empezar a pensar a su vez cómo las ven ellos. Es decir, que la poesía es una de las formas que adquiere el conocimiento y por eso ha sido perseguida y combatida desde Platón en adelante.
Se escribe, en mi opinión, para dar testimonio de nuestro propio e ínsito mundo, con el vivo deseo de que sirva para el conocimiento y deleite de los otros.