25 de julio de 2024

Poesía es subversión

Van apenas tres clases, pero ya estoy con un nivel de manija tremendo, así que creo más que oportuno reflotar este blog ahora que he vuelto a dar taller de poesía, gracias a los buenos oficios de mi maestro Marcelo di Marco, quien puso a mi disposición toda la comunidad y los recursos del Taller de Corte y Corrección. Esta mañana recordé una diatriba que escribí en 2016, a propósito del escaso riesgo, el nulo atrevimiento y la espantosa inanidad que me tocaba ver en buena parte de los poetas contemporáneos... sucedía entonces que reseñaba libros de poesía para Sólo Tempestad y no pude aguantar más tanto vocablo vacío. Por razones que desconozco el sitio web de Sólo Tempestad está caído, ha caducado su hosting o vaya uno a saber, el caso es que las reseñas y aquella diatriba ya no están en la web, así que qué mejor oportunidad que esta para traer de nuevo al ruedo aquella miniatura tan combativa y continuar en el camino del Poema. 


Poesía es subversión


Esto no es un reseña. En todo caso, el editor en jefe de Sólo Tempestad decidirá qué es. Pero estas palabras y pensamientos surgen a raíz de la lectura de uno de los libros que él, en su magnanimidad y sapiencia, me encargó reseñar y que, desde luego, no será nombrado, porque lo que interesa es hacer hincapié en otra cosa (no insistan, no revelaré qué libro fue: aprendan a convivir con la curiosidad).
Cuando me embarqué en la inquietante tarea de reseñar libros de poesía, imaginaba que esto podía suceder; creo que esa fue una de las razones que me impulsó a hacerlo: probemos, me decía a mí misma, que estoy equivocada, que lo que podemos llamar “poesía contemporánea”, a falta de mejor nombre, no es esa masa de palabras más o menos articuladas que no suelen decir(me) nada; probemos que el problema lo tengo yo, que crecí leyendo a Alfonsina Storni –y que todavía la sigo leyendo y me sigo emocionando y pensando que jamás lograré escribir ni un remoto verso así–, que mi sensibilidad es ¿obsoleta? ¿demodé? ¿anticuada? ¿anacrónica? (tache lo que no corresponda); probemos que me faltan lecturas actuales, que hacerle caso a mi amado W. G. Sebald no es buena idea (Sebald dijo, anoten, que no hay que leer ni a los contemporáneos ni a los amigos), que no tengo elementos para ¿vislumbrar? ¿justipreciar? ¿entender? (pero qué hay que entender, si ya dijo también mi amado Baldomero Fernández Moreno que ante la poesía tanto da temblar como comprender) la poesía que se está haciendo ahora, ahora mismo, mientras escribo esto y mientras yo misma, a los porrazos, como puedo, escribo mi ¿obsoleta, demodé, anticuada y anacrónica? poesía. Probemos que no soy una fundamentalista recalcitrante que sólo quiere poemas que la arranquen de este mundo (como los de Alfonsina, como los de Olga, como los de Alejandra, para completar la consabida tríada nacional, como los de tantos otros poetas que para qué nombrarlos); probemos que no fue en vano haber estudiado Letras y haber hecho los suficientes talleres literarios y clínicas de poesía como para carecer de herramientas para extraer el/algún sentido de cualquier texto; probemos que se equivocan los que creen que soy inflexible, que soy un monstruo cebado de clasicismo, que sólo puedo apreciar y festejar aquello que se ciñe al canon (¿cuál canon?) y a los moldes preestablecidos; probemos, en definitiva, que la poesía es innúmera, que sus formas son inagotables, que su campo de acción es infinito, que hay sitio para todos.
Y lo que voy viendo, a medida que leo a los contemporáneos, que investigo, que procuro entender qué pasa (pero tal vez no pasa nada y he ahí el punto) es que sí, el problema lo debo tener yo, no cabe duda; que mi sensibilidad poética se ha formado en las ahora remotas aguas de estéticas perimidas u olvidadas (hermosas aguas darianas, machadianas, salinianas, entre otras); que sin ningún lugar a dudas debo ser una fanática acérrima del poema que te derriba como un rayo, que te envuelve en su luz y te transforma, del poema que te deja sus versos tatuados en cada rincón del cuerpo, del poema que te hace temblar al releerlo, del poema que te muestra el mundo como jamás lo habías visto, del poema que dice exactamente lo que vos querías decir y nunca encontrabas las palabras para decirlo (como sostenía Girri), del poema que no deja ni la más mínima cosa en su lugar, que todo lo cubre con su presencia… Siendo así, pidiendo tanto, es cierto (pero se pide porque se sabe, hay una millonada de pruebas al canto, que la poesía puede y debe lograrlo), esperando tanto de una cosa tan frágil y poderosa a la vez como un poema, no es de extrañar que me sucedan estas cosas a la hora de reseñar poesía contemporánea y/o actual.
¿A qué me refiero cuando digo “estas cosas”? Me refiero a esta espantable sensación de inanidad, de que el mundo sigue igual, de que nada me fue revelado –en el sentido más atávico del término–, de que ni siquiera logré atisbar más que alguna imagen bella (bella pero anodina) tras leer el poemario. Quizás rescato, a las perdidas, un poema o dos pero ni siquiera del modo visceral e indubitable en que yo considero debe atraparnos un poema. ¿Quiere decir todo esto que el libro que Méndez me encargó reseñar es malo? No. Lo que quiere decir, como ha dicho un director de cine mexicano, es que no ha sido escrito para mi tribu. No habla mi idioma. No me deja pasar o yo no logro encontrar el hueco, la hendija que me permita penetrar su opacidad. Me deja mirando alguna imagen, pero nada más. Como si admirase, sin mayor compromiso, una pintura expuesta en un museo. Todo aséptico e impersonal. Todo horrible y lamentablemente posmoderno.
Para mí, la verdad, es muy poco. Espero, quiero, deseo e imploro de la poesía más, mucho más, algo que, al parecer, los poetas contemporáneos o no están dispuestos a dar o no les interesa en lo más mínimo. Si es así, qué lástima, porque la poesía es subversión o no es nada.

Septiembre de 2016

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