31 de mayo de 2009
22 de mayo de 2009
La verdad de la milanesa
Después del aluvión Benedetti (he aquí alguien que tuvo todavía más pelotas que yo -que sólo tengo ovarios- para decir las cosas como son), de recibir en Facebook incontables mensajes con fragmentos de sus poemas, con videos, con saludos, con lloros y felicitaciones mutuas entre todas sus viudas, vuelvo a mi prédica habitual.
Esta vez, otro poeta español viene al rescate. Luis Antonio de Villena, posiblemente un inconnú en estas pampas, da en el clavo, en mi opinión, en las siguientes declaraciones:
Poetas hay muchos, pero pocos buenos. La poesía es el género más fácil de hacer, pero el más difícil de hacer bien. Una persona que durante treinta días escribe cada noche sus angustias, en un mes ya tiene un libro. Obviamente, será un libro muy malo, porque son llantinas del corazón. Sin embargo, un novelista, aunque sea muy malo, tiene que rellenar 250 páginas. Una novela cuesta mucho trabajo hacerla. Un libro de poesía mala se hace en treinta días.
A mí antes, cuando era malo, porque ahora soy más bueno, me dejaban libros con frases como: "Anoche yo sufrí desesperadamente, monstruos convulsos rondaban mi cama". Yo los llamo poemas de mala noche. En lugar de escribir poesía, esta gente tendría que tomarse una aspirina. En España, por ejemplo, un premio de poesía no significa nada. Significa que la editorial edita el libro. Estaría bien que al poeta que empieza le pusieran más dificultades. Si a un concurso de poesía se presentan cien títulos, a uno de novela se presentan doce. No obstante, hacer un libro de poesía bueno es más difícil que hacer una buena novela. Un mal libro de poesía lo hace hasta una portera, con todos mis respetos. Lo hace cualquiera.
Y mucha razón tiene también quien cita primero esta nota (aquí la pueden leer completa), el venezolano Jorge Gómez Jiménez, en su excelente blog Letralia al aseverar que hay una verdadera repulsa al trabajo e incluso a la mera idea de que escribir es un esfuerzo, es un trabajo incluso físico, que implica un desgaste y una concentración mental muy grandes y que no basta con poner dos o tres pavadas cortadas como un verso para, mágicamente, obtener un poema.
Que hay malos novelistas no es ninguna novedad, pero lo que realmente abunda son los malos poetas. No sólo de la mano de Benedetti (o, mejor dicho, de su imagen mediática como prototipo del "poeta") y otros por el estilo, sino apoyados en la falsa idea de que como la poesía es breve, "naturalmente" debe ser más fácil escribirla... Una idea tan peregrina como ésa sólo puede concebirse en la mente de los simples, de los ignaros, de los que nunca han usado más de tres neuronas en una misma sinapsis. Cualquiera que haya leído un poco sabe que es mucho más díficil lograr un poema más o menos pasable (no digamos ya bueno) que una prosa regular.
Prosa regular se logra sin ningún esfuerzo: poesía mala, de la peor, con menos esfuerzo aún. Y como vivimos en una sociedad que premia SIEMPRE la ley del menor esfuerzo, que incluso incentiva el ideologema del batacazo, del salvarse de cualquier manera que NO implique el trabajo rudo y constante, que todo el tiempo ofrece salidas fáciles para toda clase de problemas y situaciones, resulta bastante natural que los poetas malos florezcan como hongos después de la lluvia (puta, qué lugar común acabo de mandarme, sepan disculpar, no es una noche muy "inspirada", ja ja). Ni hablar si a esto le sumamos la facilidad con que hoy día puede accederse a un medio de comunicación masiva sin pasar por ningún filtro o instancia mediadora antes. Ya vemos que cualquier hijo de vecino, una servidora incluida, tiene su blog, su paginita web, su perfil de Facebook, etc.
Y a todo esto, yo siempre me pregunto, ¿y la poesía dónde está? ¿Dónde queda la poesía después de todo esto? ¿A dónde vamos a llegar si los poetas malos se leen y festejan entre ellos y los más o menos buenos nos ignoramos cortésmente unos a otros? ¿Dónde nos puede llevar este egoísmo, esta auténtica competencia desleal? Flaco favor le hacemos a las letras y a su verdadera difusión como vehículo de expansión y conocimiento (por ende de libertad) si seguimos ombligueándonos tan alegremente...
17 de mayo de 2009
Un bastión de los poeñoños
Me entero por FB, una vez más, que hoy falleció Mario Benedetti. Ahórrenme ponerle links y demás, porque es harto conocido y porque la web debe estar hoy inundada de ellos. Benedetti no es santo de mi devoción. Lo he leído, no vayan a creer. Su libro de haikus, por ejemplo, me parece algo de lo más bello. Pero en general no me gusta porque es el paradigma de lo cursi. De lo remanido. De lo ochentamil veces visto. De, justamente, lo que intento combatir en estas y otras tantas páginas.
Nunca leí un verso suyo que me iluminara, me cambiara la vida o me arrojara a una nueva comprensión de las cosas o del mundo. Es un poeta de los que bien podrían llamarse "reproductores", siguiendo la terminología althusseriana (o una deformación de ella). Es un poeta que reproduce y no RECREA la realidad. No dice nada que no sepamos, no sorprende, no estimula. Por eso gusta tanto a los ñoños. No conozco un solo poeñoño que no se encandile, admire, desmaye y orine por Benedetti. Es, justamente, el paladín que justifica todos sus desvaríos. Es el poeta que los confirma en su hacer, mediante el siguiente silogismo: "Si Benedetti lo hace y es famoso y reconocido, ¿por qué no iba a hacerlo yo?".
Desde luego, afirmar semejante cosa no me va a ganar amigos, más bien todo lo contrario, pero no me importa. Ésta es mi tribuna de opinión y estoy autorizada a decir lo que me plazca, que para algo es mi blog y punto. Si alguien disiente, que comente y ofrezca pruebas contundentes de que Benedetti no es un poeta mediocre, de segunda línea, tanto en Uruguay como en el resto de la cultura hispana. Que sea muy leído y muy vendido no significa que sea bueno (una cosa que los poeñoños deberían aprender a no confundir es la literatura con la sociología de la literatura). Otros poetas uruguayos le pasan el trapo sin el menor esfuerzo. La propia Idea, entre ellos.
Lo malo del caso, en mi opinión, no es la poesía en sí de Benedetti, porque eso en última instancia es algo que afecta -o no- a la subjetividad de cada cual y listo, si no la imagen de poeta (una cuestión de sociología de la literatura, insisto) que se construyó mediáticamente a partir de ella. ¿Qué quiero decir con esto? Que basta decirle a alguien que no es "del palo", por así decirlo, que uno es poeta para que inmediatamente pregunte "ah... ¿te gusta Benedetti? ¡a mí me encanta...!" (otro tanto pasa con Neruda, pero Neruda al menos tuvo etapas de buena poesía o de poesía salvable cuando menos). ¿Y cómo explicarle a esta persona que uno detesta a Benedetti porque justamente encarna todo lo contrario de lo que uno cree que debe ser un poeta? Se complica bastante. En cuanto se le responde que "la verdad mucho no me gusta..." uno comienza a ser mirado como el bicho raro que sin dudas es y probablemente ya no le dirijan más la palabra. Más que nunca, entonces, se recuerdan los versos inmortales de Baudelaire, aquellos que comparaban al Poeta con el albatros, ese rey de los mares que en la tierra no podía caminar...
14 de mayo de 2009
Para qué se escribe
Tendría que estar escribiendo en Fauna Abisal puesto que hoy es jueves pero sobre la marcha, as ussual, he cambiado de opinión y aquí estoy. En rigor de verdad pensaba publicar esto mismo en Fauna pero a poco de comenzar a escribir mentalmente lo que a continuación transformaré en bytes me di cuenta de que éste era su lugar, que es el lugar de la poesía y del pensamiento.
Pensaba, pues, para qué se escribe. Y mi respuesta es para saber qué pienso. En esto me apoyo en una frase que siempre cito del poeta W. H. Auden: "¿Cómo voy a saber lo que pienso si antes no lo escribo?" (cito de memoria, el instituto real puede diferir del de la foto). Mi respuesta entonces es: escribo para saber qué me pasa, qué pasa con lo que me rodea, qué pasa con el mundo. Escribo porque no tengo las cosas claras ni resueltas (es la misma razón por la cual me psicoanalizo). Escribo para despejar la bruma que crece a nuestro alrededor incesantemente, bruma fabricada por la propia opacidad de las cosas, pero también por los designios de la "sociedad", la "cultura", los "medios" y la "civilización", entre otros creadores varios de brumas existenciales. Escribo para comprender por qué he actuado de un modo tal y no de un tal otro, por qué hice o dejé de hacer esto o aquello, por qué me arrepentí o no de algunas cosas, por qué di pasos que no quería dar y sí di aquellos que sabía que no tenía que dar. Escribo para aclarar, para despejar, para abrir un tajo en el cielo de la memoria y ver qué se cuela por allí.
Yo, la verdad, no tengo nada claro. Sobre todo en lo que se refiere a mi propia circunstancia. Menos aún, desde luego, con respecto a las circunstancias ajenas. Veo todo (tal como sucede con mi miopía) fuzzy. Las únicas dos o tres cosas que tengo más o menos claras son las que se vinculan a la escritura, a la literatura y su práctica en todas sus formas. Son las mismas que me permiten atreverme a escribir en estos lugares, a desplazarme por este mar de mediocridad y bajeza (con auspiciosos y novedosos picos de originalidad y creatividad, gracias a todos los dioses, también es justo reconocerlo) que es la web. Son las mismas cosas que me hacen pensar y reafirmar, y por eso este post correspondía que fuera escrito y publicado acá, que la escritura entendida como un acto literario y no como un acto meramente terapéutico, no es para hobbystas de fin de semana. Sobre todo la poesía, que es lo que aquí me compete.
La poesía, ese lujo inefable del hombre que puede sustraerse a todo para empezar a verlo como el niño que nunca ha dejado de ser, no es para escritores de cabotaje, para señoras que toman el té con masitas o para tangueros trasnochados que no saben hablar de otra cosa que del obelisco y de la minusa que se les fue. La poesía es algo más, es algo que trasciende la mera anécdota, el estúpido racconto de mis triviales estados de ánimo, la enésima pelea con el amor de mi vida o la enumeración caótica de cuanta cosa se me pasa por la cabeza ahora mismo. La poesía es un acto filosófico por el cual el sujeto puede llegar al autoconocimiento para luego compartirlo con sus semejantes. O, mejor, en palabras de Santiago Kovadloff:
"La poesía preserva una característica de la subjetividad: su carácter inconcluso. Ser sujeto es ser inconcluso, es no poder darse como completud, como un todo acabado, consumado. Y lo que la subjetividad tiene de inconcluso es lo que el individuo tiene de poético. En ese sentido, me parece que se escribe para sostener ante los ojos del lector la experiencia de una subjetividad que se niega a quedar inscripta en el territorio de lo enteramente discernible, en el territorio de lo acabado, de lo inequívoco. Existe una actitud cotidiana que tiende a instalar todo lo real en el campo de los significados, y acaso lo real exceda el campo de los significados; acaso lo real -como enseñan la filosofía, la teología y el psicoanálisis- es significante sin significado, si por significado entendemos lo que está completamente aclarado, lo que está completamente discernido. En tal línea de pensamiento, la poesía pone en escena, verbalmente hablando, la inviabilidad de esa experiencia de la subjetividad que pretende quedar encerrada exclusivamente en el campo del significado."
Es por eso que desde el taller al que concurro (y lo anterior fue extraído de uno de los reportajes de Hacer el verso) se combate, con todas las armas disponibles, al lugar común, la cursilería y la ramplonería. ¿De qué sirve un poema cuyo autor haya tenido la originalísima idea de afirmar en uno de sus versos que el cielo es azul? Todos sabemos que el cielo es azul y estamos más o menos de acuerdo con ello (incluso los daltónicos). No nos dice nada que no sepamos, porque basta con mirar hacia arriba para comprobarlo o, si no nos fuera posible hacer eso, recordar una foto, una película, un sueño... (¿pero en qué sueño un cielo va a ser azul? sólo en el de una persona sin la menor pizca de imaginación). No necesitamos que un poema nos venga a decir lo que ya sabemos. Necesitamos que nos revele aquello que aún no hemos descubierto, sea por nuestra propia impericia o porque aún no nos habíamos detenido a pensar en ello. Si en cambio el poema dijera que el cielo semejaba un matadero o que las nubes se desplazaban por él como majestuosos transatlánticos, ya habremos empezado con la maravillosa permutación poética, con la transformación, la comparación, la metáfora y todos los demás artilugios de que disponemos para mostrarles a los otros cómo nosotros, sujetos inacabados, confusos, hastiados, inconclusos, vemos las cosas y en ese, nuestro ver las cosas, otros podrán identificarse y empezar a pensar a su vez cómo las ven ellos. Es decir, que la poesía es una de las formas que adquiere el conocimiento y por eso ha sido perseguida y combatida desde Platón en adelante.
Se escribe, en mi opinión, para dar testimonio de nuestro propio e ínsito mundo, con el vivo deseo de que sirva para el conocimiento y deleite de los otros.
10 de mayo de 2009
Sobredosis de poesía
En el último mes participé en varios eventos poéticos (dos fechas de "Vientos Contrarios", ciclo en el cual ahora también participo en la coordinación, el ciclo "Bendita Erato" y "Reunión de Voces") y he sufrido una especie de "sobredosis" de poesía, de poesía leída en voz alta / recitada / declamada / actuada / llorada, según el caso.
Esta sobredosis no ha operado aún, creo, efectos benéficos, aunque tampoco perniciosos. Mejor dicho, quizá el efecto benéfico ha sido comprobar que un poema debe sostenerse tanto en la lectura en voz alta como también (y quizá primordialmente) en el papel, en la lectura silenciosa y recogida del otro. Uno, como poeta, puede declamarlo, actuarlo, ponerle entonaciones dignas de Oscar Casco y hasta cantarlo con la voz sensual y mimosa de Orleya si quiere, pero si después ese mismo poema no se banca la lectura silenciosa, es decir, si en el papel no dice nada, no tendrá ningún sentido tanto andamiaje oral en vano. Por mi parte, procuro que esto no me suceda, pero no sé si lo he logrado.
Lo que sí he notado es que, ¡nuevamente!, mi gusto poético choca con el de la mayoría. En el encuentro de poetas "Reunión de Voces" se realizó un mini certamen entre los asistentes y un jurado especial eligió a 9 finalistas, entre quienes los escritores acreditados debíamos elegir al ganador. Pues bien: de los 9 elegidos, en mi opinión sólo dos tenían el suficiente vuelo poético, calidad y originalidad como para merecer una distinción y entre ellos dos uno realmente (Jonatan Márquez) merecía llevarse, insisto, en mi opinión, todas las palmas posibles, no sólo por sus excelentes poemas sino por su juventud (si con apenas 20 años, o quizás menos, escribe así, le auguro un gran porvenir). El resto de los finalistas no hacía más que repetir distintas fórmulas ya gastadas de tan usadas, caer en los típicos, previsibles, aburridos y remanidos lugares comunes en los que caen los poetas en ciernes, en formación e incluso los más avezados (pero aunque así sea se tiene al menos la esperanza de que los más avezados se den cuenta y corrijan rápidamente el rumbo) y previsiblemente también, no fue Márquez el ganador (aunque obtuvo, a Dios gracias, el segundo lugar). Quien ganó fue un poeta ecuatoriano dueño de una verborrágica cultalatiniparla, muy oscura y muy hermética donde alguna que otra metáfora interesante se perdía en un mar de palabras rimbombantes, exculcadas de los más profundos abismos del diccionario de la Real Academia Española.
¿Y eso es poesía? me pregunto yo con un dejo de tristeza. ¿Una suma de palabras, palabrejas, palabros y palabrotas -no por su carácter de exabruptos sino por su temible desuso? ¿Una maraña de versos incomprensibles, donde lo que finalmente queda es nada? ¿Eso merece ganar y no merece ganar una verdadera voz joven, original, diferente, con poemas de esos a los que uno no puede permanecer indiferente porque con su sencillez, su lucidez, su música y calidad nos dicen algo? ¿No merece ganar aquel que con apenas veinte años ya pisa firme en el resbaloso terreno de la poesía? Y aclaro que no me desagradan los palabros y los términos desusados en un poema. Todo lo contrario. Uso mucho de ellos. Pero procuro que sea en una medida apropiada y que tengan un peso específico y necesario para el poema. De nada sirve amontonar palabras, por más hermosas que suenen o más raras que sean, si lo que se va a terminar diciendo es nada. Un poema siempre dice algo, siempre nos dice, nos recuerda que no somos máquinas entrenadas para trabajar, comer y dormir sino que somos seres humanos y estamos para cosas mucho más elevadas y trascendentes en este mundo. Un poema, por último, es un organismo vivo, no un Frankestein mutilado de palabras rejuntadas aquí y allá.
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